La sociedad sin dinero en metálico, ¿sólo para ricos?
- Posted by Sebastián Puig
- On 21 agosto, 2017
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- bancos, cash, dinero, finanzas, liquidez, monedas
Hace un par de años escribí en Qué Aprendemos Hoy una serie divulgativa de artículos sobre el futuro del dinero en metálico (parte 1, parte 2 y parte 3). Con independencia de los numerosos estudios relativos a los posibles beneficios de una sociedad sin cash para la lucha contra la corrupción, o de su consideración por muchos economistas como un reducto de libertad individual, hoy pretendo centrarme brevemente en quienes ven en la inclusión financiera y en la erradicación del cash una de las herramientas más potentes para combatir la pobreza. Sin embargo, esta opinión mainstream no acaba de sostenerse en la práctica, al estar basada a menudo en criterios y visiones del mundo desarrollado, aplicados a realidades socioeconómicas completamente distintas. Un error demasiado habitual en nuestras políticas de asistencia social, así como en las de ayuda al desarrollo y cooperación.
En la citada serie de artículos mencionábamos un dato relevante: en todo el planeta, 2.000 millones de adultos no disponen de cuenta en una entidad financiera, según los últimos datos disponibles de la World Bank’s Global Financial Inclusion Database. En 2014, sólo un 54% de los adultos de las economías en vías de desarrollo tenía una cuenta (frente a un 94% en los países de la OCDE y un 62% global), y ese porcentaje era considerablemente menor en los percentiles de extrema pobreza. La brecha de género también era evidente: un 65% de hombres disponían de cuenta, por un 58% de mujeres. Tal brecha, a su vez, era significativamente mayor en los países menos desarrollados.
Las monedas y los billetes siguen siendo el único medio de pago disponible para millones de hombres y mujeres. De hecho, más del 20% de los adultos sin cuenta (unos 400 millones de individuos) reciben salarios o transferencias gubernamentales en cash. Lo mismo podemos decir de los cobros y pagos por la venta de productos agrícolas (440 millones de personas sin cuenta los hacen en efectivo) y de los envíos domésticos de dinero (270 millones de personas).
Aunque, como sabemos, las diferencias entre países son significativas, estamos ante un fenómeno global. Por ejemplo, en Estados Unidos, según el último estudio de la FDIC sobre inclusión financiera, un 7% de los hogares (9 millones) no tenían cuenta bancaria y un 19,9% (24,5 millones) sólo hacía un uso marginal de los servicios bancarios, aun disponiendo de cuenta corriente o de ahorros. En las áreas más deprimidas del país, el porcentaje puede superar el 50%. Para ese sector de la población, el dinero en metálico sigue siendo el rey de sus transacciones económicas. Y esto pasa en la primera economía mundial. Otras economías avanzadas, como Alemania, Japón e Italia, presentan también un porcentaje significativo de pagos en metálico, por diversos motivos que escapan a la extensión de esta entrada.
En otras partes del planeta menos afortunadas, el fenómeno es mucho más acusado. En la India, donde la economía informal tiene unas dimensiones gigantescas, un 97% de las transacciones de la clase trabajadora más humilde se realiza en metálico. Retengan ese dato.
La carrera hacia una sociedad sin metálico
Ante el coste que impone a los gobiernos la gestión de los billetes y monedas en circulación, así como el convencimiento de que la preferencia por el cash se alimenta de la economía sumergida, las actividades ilícitas, la corrupción y el soborno, existe un evidente impulso global hacia la una sociedad sin metálico.
Adicionalmente, numerosos investigadores e instituciones defienden que el acceso a los servicios financieros puede ser uno de los elementos clave para superar la desconexión económica de los sectores más desfavorecidos de la población mundial. Dicho acceso no sólo ayudaría a los consumidores de ingresos bajos a acumular, aumentar y proteger su dinero, sino también hacer frente a crisis inesperadas. Servicios financieros que muchos damos por sentado, como cuentas corrientes y de ahorro, préstamos y seguros, podrían suponer mejoras sustanciales de calidad de vida. Todo ello pasa, asimismo, por la reducción drástica del uso del cash.
Si bien los fundamentos de esta tendencia mundial parecen sólidos y las iniciativas al respecto persiguen las mejores voluntades, el problema, como suele ocurrir en la acción pública, aparece con su implantación práctica. Los ejemplos antes mencionados de Estados Unidos y la India no han sido elegidos aleatoriamente. Ambos países ilustran la gran dificultad de imponer unas políticas concretas con las mejores intenciones sin pensar suficientemente en las consecuencias de tales iniciativas. El típico recurso político fácil del “one fits all” nunca ha servido para solventar cuestiones tan complejas.
Precaución, amigo legislador
En un ya clásico y soberbio artículo del New Yorker del año 2013 (“The High Cost, for the Poor, of Using a Bank”), Lisa J. Servon describe perfectamente como los servicios bancarios tradicionales en Estados Unidos obvian en su mayor parte a las personas de rentas bajas o moderadas, con muy pocos activos e incierta predictibilidad de ingresos y gastos. La autora centra su atención en Harlem y el sur del Bronx, donde abundan los servicios de check-cashing, muy usados precisamente por dicho perfil de clientes, los cuales requieren acceso inmediato a dinero en metálico para atender a sus necesidades cotidianas.
Los check-cashers aceptan y hacen inmediatamente efectivos, a cambio de una comisión, cheques de pago de salarios, cheques gubernamentales de todo tipo, cheques de seguros, cheques de reembolso de impuestos, cheques personales, money orders, cheques de caja, cheques de viajero y cheques de fuera del estado. También suelen ofrecen, junto con otros negocios específicamente dedicados a ello, los llamados payday loans, esto es, pequeños préstamos a muy corto plazo y sin aval, que se otorgan como anticipo a la recepción de los citados cheques.
Lisa Servon, que trabajó durante cuatro meses en un uno de estos negocios y entrevistó tanto a clientes como empresarios, descubrió que los servicios financieros tradicionales resultan a menudo bastante más gravosos para los pobres que los check-cashers y otros servicios alternativos. La mayoría de personas con recursos limitados rehúsan utilizar los bancos porque, literalmente, éstos no son capaces de satisfacer sus necesidades económicas específicas:
- No disponen de fondos suficientes y estables para abrir y/o mantener una cuenta corriente o de ahorro.
- No pueden permitirse pagar regularmente las comisiones bancarias asociadas con el mantenimiento de una cuenta. Una gran mayoría de los bancos de EEUU requieren un saldo mínimo para operar sin comisiones.
- Muchos son ciudadanos que viven de manera sencilla y prácticamente al día, por lo que los beneficios posibles de una cuenta bancaria no compensan los costes de su apertura y mantenimiento.
- A menudo carecen de identificación apropiada, de historial bancario o perfil de crédito, o dicho perfil es negativo debido a su situación financiera. Eso los coloca automáticamente fuera de juego.
A todo ello debemos añadir un hecho que no es patrimonio exclusivo de la banca estadounidense: la habitual complejidad y falta de transparencia sobre los condiciones y términos de uso de los productos financieros, incluso los más básicos, algo que genera el rechazo y la desconfianza de los más necesitados. Por el contrario, las transacciones en la mayoría de los check-cashers son sota, caballo y rey. Uno puede ver, en grandes carteles y en dólares contantes y sonantes, las condiciones de la transacción deseada y las penalizaciones por los retrasos. De hecho, un cliente típico de estos servicios lo utiliza unas nueve veces al año, y confía más en el cajero de cheques de su barrio que en cualquier trabajador de una oficina bancaria. Una realidad económica verificable en muchos otros países.
En el otro extremo del mundo, la reciente iniciativa india para reducir drásticamente el uso del dinero en metálico también ha golpeado duramente a diversos sectores de la población más desfavorecida. Las posibles consecuencias de esta política las advertíamos hace meses en un breve hilo de Twitter, pero las describe mucho mejor un reciente artículo de Kate Taylor en el World Economic Forum, titulado “Why ‘cashless societies’ don’t benefit the poor”. El 10 de noviembre de 2106, el gobierno indio ilegalizó los billetes de 500 y 1.000 rupias en curso “para luchar contra el dinero negro”, desatando una crisis de liquidez cuyos principales damnificados fueron, para variar, los pobres. Cabe reseñar que apenas 150 millones de indios (de una población de más de 1.300) disponen de cuenta bancaria. Otro dato para recordar.
El artículo, centrado en el amplio y complejo sector informal de los recolectores de basura de Nueva Delhi, explica cómo la medida quebró toda la cadena financiera que permitía salir adelante a modestos recolectores, compradores, prestamistas, así como a sus familias, vendedores y proveedores. Quienes tenían los billetes cancelados en su poder se encontraron, de la noche a la mañana, con que no servían para pagar. Al no haber nuevos billetes suficientes para satisfacer la abrumadora demanda, muchos de ellos tuvieron que recurrir a casas de cambio informales que proporcionaban las nuevas denominaciones con comisiones de usura.
La conmoción no sólo afectó a los recolectores de basura. Muchas empresas (especialmente las más pequeñas) cerraron sus puertas, los agricultores no podían comprar semillas, los taxistas y los humildes conductores de rickshaw no tenían forma de recibir pagos, los empleadores no podían pagar a sus empleados, los hospitales se negaban a aceptar pacientes con billetes viejos, los pescadores veían pudrirse sus capturas, numerosas familias tenían dificultad para comprar comida, e incluso las bodas en todo el país fueron canceladas. Todo ello, en nombre de unos inciertos objetivos cuya consecución todavía se halla lejana. De hecho, la economía sumergida parece haber asimilado completamente todo el trasvase monetario sin apenas inmutarse y, en no pocos casos, con pingües beneficios. El otro frente de batalla de la medida, la lucha contra la falsificación de billetes, está todavía por evaluar.
Un comentario a modo de alegoría de un sagaz lector indio ilustra irónicamente los hechos descritos:
“Para sacar a los cocodrilos de un estanque, un hombre de buenas intenciones comenzó a bombear agua intensamente. Los pequeños peces que vivían en él empezaron a pasarlo francamente mal para respirar en el 15% de agua que quedó tras el bombeo, pero aguantaban contentos porque estaban seguros de que el hombre había conseguido ahuyentar a los cocodrilos y que, con la llegada de la nueva temporada de lluvias, los peces vivirían felices para siempre. Resultó que los cocodrilos, sin embargo, siguieron habitando cómodamente en la tierra, cerca de la charcha, esperando también el próximo ciclo de lluvias”.
Como bien apuntaba Lisa Servon en su artículo anteriormente comentado, para quienes estamos bien acomodados en el primer mundo, puede resultar peligroso realizar juicios de valor, extraer conclusiones e implantar soluciones basadas en nuestra propia y a veces limitada percepción del mundo.
En este punto, cabe preguntarse. ¿Qué medidas alternativas existen para evitar estos ingentes daños financieros colaterales y a su vez avanzar hacia sociedades menos dependientes del dinero en metálico? Más aún, ¿es realmente deseable una eliminación completa del cash? ¿Resulta factible? Permítanme que deje la respuesta a estas y otras preguntas para futuras entradas.
Hasta entonces, no olvidemos nunca ponernos en las zapatillas financieras de los demás antes de juzgar alegremente sus pasos.
Never surrender, queridos lectores.
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